Justicia sin pedir permiso o lo que nos enseña Bad Bunny

28 de noviembre de 2025

A veces creemos que la justicia vive sólo en los expedientes, en los protocolos o en las salas de audiencias. Pero, con el tiempo, he aprendido que también aparece en lugares inesperados: en una canción que estremece a una generación, en una estética que desafía prejuicios, en un gesto cultural que se vuelve un recordatorio colectivo de lo que significa existir con dignidad. La justicia, al final, no siempre entra por la puerta solemne del derecho. A veces llega por la puerta grande de la cultura popular.

En estos días volví a reflexionar sobre esa idea mientras veía el documental de mi padre, En la sombra de la democracia. Su legado me recuerda que la justicia es dignidad con acceso real: el derecho a existir, decidir y pertenecer, sin pedir permiso. Y, curiosamente, encontré esa misma intuición, expresada desde otro lenguaje, desde otra generación, en la figura de Bad Bunny.

No hace falta ser fan para reconocer que Benito Martínez Ocasio ha construido algo más que una carrera musical. Desde su residencia “No me quiero ir de aquí” en el Coliseo de Puerto Rico, con 31 funciones consecutivas, hasta la manera en que reivindica su acento, su isla y su identidad sin filtros, hay un mensaje que resuena más allá de los escenarios: la justicia también es poder celebrar quién uno es, sin pedir permiso a nadie.

Su historia parece recordar, una y otra vez, que la justicia empieza cuando alguien puede estar en su propio cuerpo, en su propio barrio, en su propio idioma. Nacido en Vega Baja y formado entre trabajos comunes y canciones que escribía por las noches, Bad Bunny llegó a los primeros lugares del mundo sin renunciar a nada de eso. No necesitó traducirse, suavizarse ni adaptarse a un molde ajeno. Existió con autenticidad, y millones de jóvenes reconocieron en ese gesto una forma de reparación simbólica.


Ese reconocimiento no es casual. Su música y sus apariciones públicas han puesto sobre la mesa temas que, normalmente, son discutidos en informes técnicos: consentimiento, igualdad, discriminación, desplazamiento, servicios esenciales, participación ciudadana.


Pero él lo hace desde otro registro: el de la emoción colectiva. Yo Perreo Sola convierte en coro global lo que en derecho llamamos autonomía. El Apagón denuncia la privatización fallida y el desplazamiento, pero lo hace con la fuerza de un festival. Su tributo a Alexa Negrón abrió una conversación que muchos preferían evitar. Sus apariciones desafiando roles de género con naturalidad enviaron un mensaje claro: la justicia exige proteger la diversidad, no solo tolerarla.

A veces veo en él una traducción contemporánea de lo que decían autores como Kant, Rawls o Sen: que la dignidad es inviolable, que la igualdad debe ser real, que los derechos necesitan capacidades efectivas para ejercerse. Bad Bunny no cita a nadie, pero sus símbolos son accesos directos a esas mismas ideas. Por eso conecta con millones.

Y aquí la reflexión adquiere un matiz institucional. Si la justicia que promovemos desde los tribunales quiere ser realmente universal, debe aprender algo de esos lenguajes que llegan más lejos que cualquier sentencia.


La cultura popular enseña que la justicia se construye también en la vida diaria: en cómo tratamos a los demás, en cómo comunicamos, en si usamos un lenguaje que la gente entienda, en si garantizamos servicios básicos que permitan que un territorio siga siendo hogar y no mercancía.


Esta semana, el Poder Judicial celebra la Segunda Conferencia Internacional de Comunicación Judicial que, precisamente, tiene entre sus objetivos que la justicia se haga entender entre el gran público y llegue a todo el mundo. Quizás no con el éxito abrumador de Bad Bunny, pero ojalá sí con la misma capacidad de conectar con las personas.  

La justicia no es solo resolver casos: es garantizar condiciones para que las personas puedan vivir sin miedo, sin tutelas y sin exclusiones. Esa es, creo, la gran lección que nos deja mirar más allá de nuestros propios códigos.

La vida y la obra de Bad Bunny nos recuerdan que la justicia es, antes que nada, una experiencia. Que se canta, se baila, se reclama y se celebra. Y que nuestro desafío, desde el derecho, es lograr que la justicia que anunciamos sea tan cercana y vivida como las canciones que una generación entera canta sin dudarlo.


Publicado en El Nuevo Diario

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