A veces, las historias que más nos definen no se escriben en los libros, sino en la forma en que miramos el mundo. En mi caso, esa mirada nació mucho antes de que pensara en el derecho o en los tribunales: nació en casa, en las conversaciones con mi padre, Luis Henry Molina Peña.
Documental: Henry Molina, en la Sombra de la Democracia
Mi padre nació en Borojol, en Villa Francisca. Creció entre mudanzas apresuradas y trabajos tempranos, de niño lustró zapatos y vendió periódicos. De joven leyó contadores en la Corporación Dominicana de Electricidad. Solía bromear con que sí, que era “contador”, porque había pasado la adolescencia leyendo contadores. Ese humor, tan simple como orgulloso, decía mucho de su identidad de trabajador. También decía mucho su gratitud, a su hermana mayor, que sostuvo la casa, a los sacerdotes que lo acompañaron y a los amigos que lo empujaron a estudiar cuando el estudio parecía un lujo.
La fe cristiana fue una de las principales dimensiones de su vida. Muy pronto encontró un segundo hogar en el Oratorio María Auxiliadora y más tarde en Nueva York, conoció la labor de las JOC de Monseñor Cardjin donde también participó el Padre Arango,S.J. una de tantas experiencias que, con el tiempo, tendría yo en común con mi padre. Allí en la JOC aprendió una práctica que hizo suya para toda la vida: ver, juzgar y actuar. Ese orden sencillo, que parece un método, fue para él una ética cotidiana.
El exilio le abrió el mundo. En Venezuela aprendió el valor de las alianzas y la disciplina organizativa, conoció dirigentes sindicales y democristianos que marcaron su pensamiento y su carácter. Ese recorrido no fue una aventura personal, fue una escuela para entender que la justicia social necesita estructuras, formación y paciencia.
Desde entonces dedicó su vida al sindicalismo, a la formación técnica y al diálogo social. Fundó instituciones como la Confederación Autónoma Sindical Clasista anteriormente Confederación Autónoma de Sindicatos Cristianos de (CASC), el INFAS y el INFOTEP, convencido de que la justicia debía empezar por el trabajo, por el pan, por la educación. Fue maestro, diputado, asesor, pero sobre todo un hombre que creyó en el poder transformador de la dignidad. La justicia que él defendió desde el movimiento obrero y la que hoy buscamos desde las instituciones comparten una raíz, la dignidad humana.
Esa convicción marcó a su familia y, con los años, se convirtió también en un hilo que une generaciones. Crecí viendo cómo la justicia podía asumirse desde distintos frentes, desde el sindicalismo, la educación, la política o el derecho. En todos ellos, el propósito era el mismo, el de abrir oportunidades, equilibrar fuerzas, hacer valer la dignidad humana.
En casa, esa convicción se traducía en hábitos, la mesa compartida sin distinciones, las discusiones encendidas pero respetuosas y una regla no declarada que marcó a todos era que primero se practica, luego se predica.
La historia pública de mi padre se cruzó con la historia del país en momentos decisivos, como la Revolución de Abril de 1965, cuando muchos dominicanos sintieron que el destino nacional les pertenecía por primera vez. En casa conservamos una foto suya con uniforme caqui y los zapatos impecables. Él solía reírse de esa imagen, porque su combate, decía, no fue solo con armas, sino con ideas y organización.

Hoy, su nieto ha decidido mirar esa historia desde otro lugar. Con una cámara en las manos, ha querido contar quién fue su abuelo y por qué su ejemplo sigue siendo una referencia. El resultado es un documental “Henry Molina, en la sombra de la democracia” que está ya disponible gratuitamente en su propia página web así cómo en Youtube.
Ver esa historia desde los ojos de mi hijo me obligó a un examen sencillo, recordar qué nos dejó y qué hacemos hoy con esa herencia.
Me recuerda que la justicia no se enseña solo con el conocimiento de las leyes, sino ante todo con ejemplo. Y que, cuando ese ejemplo de dignidad se vuelve herencia, el deber se convierte también en gratitud.
Porque la justicia que él perseguía desde el sindicalismo y la que hoy buscamos desde las instituciones judiciales comparten una misma raíz: la dignidad del ser humano. Aun desde espacios distintos, nuestros caminos parten de la certeza de que la justicia no es un discurso ni una técnica, sino una práctica diaria que exige escuchar, comprender y servir.
Lo que él impulsó desde el movimiento obrero, el acceso a oportunidades, la formación, la igualdad ante la ley, es lo mismo que hoy nos guía a poner a las personas en el centro. Por eso, la transformación del Poder Judicial que hoy impulsamos también es una continuación de ese legado. De la idea de que las instituciones deben servir para abrir caminos, no para cerrarlos.
Mi padre entendía que la justicia empezaba por ofrecer oportunidades, y ese principio sigue guiando nuestro esfuerzo por construir un sistema judicial más accesible, humano y eficiente. Su ejemplo nos recuerda que modernizar no es solo digitalizar procesos, sino poner la tecnología y la gestión al servicio de la dignidad humana. En cada reforma, en cada avance hacia una justicia más cercana, hay algo de aquella convicción que él sembró: que el trabajo y la justicia social son inseparables.
Por todo esto, este documental es, al mismo tiempo, memoria y promesa. Memoria de un hombre que hizo de la justicia una causa colectiva, y promesa de que esa causa sigue viva en las generaciones que lo suceden.
La convicción de la dignidad de la persona humana no es solo una frase, es una herencia que se agradece y se transmite ejerciéndola y trabajando por ella.




